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11 de enero de 2008

La locura


Cuentan que una vez se reunieron en algún lugar de la Tierra todos los sentimientos y cualidades de los seres humanos.
Cuando el Aburrimiento había bostezado por tercera vez, la Locura como siempre tan loca les propuso: ¡vamos a jugar al escondite! La Intriga levantó la ceja intrigada y la Curiosidad sin poder contenerse le preguntó: ¿Al escondite? Y, ¿Cómo es eso?Es un juego, explicó la Locura, en el que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón y cuando yo haya terminado de contar, el primero de ustedes que yo encuentre ocupará mi lugar para continuar el juego. El Entusiamo bailó entusiasmado secundado por la Euforia. La Alegría dio tantos saltos que terminó convenciendo a la Duda,e incluso a la Apatía,a la que nunca le interesaba hacer nada. Pero no todos querían participar. La Verdad prefirió no esconderse... ¿Para qué? si al final siempre la hallaban.Y la Soberbia opinó que era un juego muy tonto (en realidad lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido de ella)...y la Cobardía prefirió no arriesgarse.Un, dos, tres... comenzó a contar la Locura. La primera en esconderse fue la Pereza, como siempre tan perezosa se dejó caer tras la primera piedra del camino. La Fe subió al cielo y la Envidia se escondió tras la sombra del Triunfo, que con su propio esfuerzo había logrado subir a la copa del árbol más alto. La Generosidad casi no alcanzó a esconderse, cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos... que si un lago cristalino para la Belleza... que si una hendida en un árbol perfecto para la Timidez... que si el vuelo de una mariposa lo mejor para la Voluptuosidad... que si una ráfaga de viento magnífico para la Libertad... así terminó por acurrucarse en un rayito de sol. El Egoísmo, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio: aireado, cómodo... pero sólo para él. La Mentira se escondió en el fondo de los océanos (mentira, se escondió detrás del arco iris). La Pasión y el Deseo en el centro de los volcanes. El Olvido...s e me olvidó dónde se escondió el Olvido, pero eso no es lo más importante. La Locura contaba ya novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve... y el Amor no había aún encontrado sitio para esconderse entre sus flores.Un millón contó la Locura y comenzó a buscar. La primera en encontrar fue la Pereza... a sólo tres pasos detrás de unas piedras. Después se escuchó la Fe discutiendo con Dios sobre Teología y a la Pasión y el Deseo los sintió vibrar en los volcanes. En un descuido encontró a la Envidia y claro, pudo deducir dónde estaba el Triunfo. Al Egoísmo no tuvo ni que buscarlo, él solo salió disparado de su escondite, que había resultado ser un nido de avispas. De tanto caminar sintió sed y al acercarse al lago descubrió a la Belleza, y con la Duda resultó más fácil todavía, pues la encontró sentada en una cerca sin decidir aún dónde esconderse.
Así fue encontrando a todos. Al Talento entre la hierba fresca... a la Angustia en una oscura cueva... a la Mentira detrás del arco iris (mentira...en el fondo del mar). Hasta el Olvido... ya se había olvidado que estaba jugando a las escondidas. Pero sólo el Amor... no aparecía por ningún sitio. La Locura buscó detras de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, en la cima de las montañas, y cuando estaba por darse por vencida, divisó un rosal y pensó: el Amor siempre tan cursi, seguro se escondió entre las rosas... tomó una horquilla y comenzo a mover las ramas... cuando de pronto un doloroso grito se escuchó...l as espinas habían herido los ojos del Amor, la Locura no sabía que hacer para disculparse: lloró... rogó... pidió perdón y hasta prometió ser su lazarillo.Desde entonces, desde que por primera vez se jugó en la Tierra al escondite, el Amor es ciego... y la Locura siempre lo acompaña.
Anonimo

Zipelbrúm


A nadie le importó cuando encontraron su pieza desierta. La dueña dijo: «El de la 13 ha desaparecido». Siguieron comiendo. Un pensionista volcó el arroz sobre su armadura. Mientras limpiaba, un mozo aprovechó para comentar: «Yo sabía que el tal Octavio iba a desaparecer; por eso no me preocupaba de asearle la pieza». Siguieron comiendo.
Octavio, en la Universidad, fue mal considerado por faltar a los cursos de Alquimia y Lanza; el profesorado llegó a despreciarlo; el Abad le negó el ingreso al Centro de Investigaciones Fonéticas y no merecía ser rechazado; era un buen estudiante aunque no de las materias que interesaban a los otros. Había creado una teoría: «La Voz no surge de las cuerdas vocales ni del aire que las remece. Existe sin que nadie la produzca. Sólo que está prisionera en los músculos de la garganta y depende de la voluntad.»
«Quiero libertarla. Hacer que salga por cualquier parte del cuerpo: por un ojo, por una mano. Conseguido esto, independizarla de mi voluntad. Entonces sonará cuando y por donde ella quiera. Yo la oiré.»
Abandonó la ciudad universitaria y arrendó un cuarto en una pensión. Como no se asomaba al corredor, llegaron a olvidarlo. El mozo no lo atendía. Su cama se pobló de parásitos y tuvo que acostumbrarse a las privaciones: podía pasar semanas masticando pan duro y bebiendo agua. Ni siquiera necesitaba dormir; afiebrado, velaba trabajando según sus métodos.
Después de mucho, cuando, como las ratas a un barco derruido, los bichos iban abandonándolo por no tener qué succionar en su piel seca, encontró lo que buscaba. Al roer aquella noche el pan y herirse con la corteza, emitió una exclamación que salió por una pierna. Enloqueció de júbilo, escapó desnudo a la calle... A nadie le importó. Siguieron comiendo.
Octavio, en cueros, no podía ir lejos. Los cubos de madera del pavimento se hinchaban absorbiendo lluvia. Las llaves colgadas ante el gremio de los maestros cerrajeros sonaban removidas por el viento del mar; al mismo tiempo se balanceaban los avisos de neón de las bebidas gaseosas. Detrás de los vitrales las hijas, junto al teléfono, tocaban el laúd, y lejos, las flores de los naranjos enanos perfumaban el aire revuelto de los extramuros mientras Octavio seguía, con los pies descalzos, caminando sin rumbo y hablando por todas las partes de su cuerpo, incluyendo las secretas.
Pronto, la baja temperatura lo volteó. Cayó ante una puerta carcomida. Lo oyó Maese Brumstein. Maese Brumstein fabricaba a mano sus botines. En seguida los vendía a plazos. Nadie le pagaba más de la mitad del precio estipulado. Cuando iba a cobrar el saldo, se negaban, objetando que el calzado era de mala calidad. Si el zapatero insistía, le daban una botella de aguardiente y lo echaban a palos. El anciano regresaba a la zapatería; llorando, tragaba alcohol y, ebrio, llamaba a su dios, Zipelbrúm, muñeco de madera con voz humana que un día iba a llegar para darle felicidad.
Entonaba sus salmos cuando sintió golpear contra la puerta. «¿Quién interrumpe mi oración a esta hora? ¡Iré a ver!». Vio a Octavio tendido. Sintió estremecimientos, comezón de ojos, zumbar de oídos. Con la lengua seca dijo: «¡Llegó Zipelbrúm!»... Octavio tenía la piel tan endurecida que fácilmente se le podía confundir con madera.
Maese Brumstein entró al desmayado, buscó un martillo, y clavó a Octavio en la pared, encendió tres velas delante de él y esperó.
Octavio al despertar creyó que soñaba. Se encontró clavado en una pieza obscura repleta de botellas vacías, trozos de cuero y hormas de yeso; con un viejo ebrio, de rodillas, que lloraba golpeándose el pecho con un zapato a medio hacer.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—¡Tiene voz humana! ¡Habla sin mover la boca: es de madera! Zipelbrúm: yo sabía que alguna vez ibas a venir para traerme la felicidad.
—¿Qué felicidad esperas de mí?
—¡Que me paguen las deudas!... ¿Será eso? Si me las pagan tendré dinero. Si uno tiene dinero es pernicioso embriagarse. Vendrá el burgomaestre y me dará un sermón; vendrá un policía y me impondrá multas; vendrán los vecinos a pedirme que entre al club de los maestros abstemios; me harán la vida imposible y ya no podré beber ni cantar mis salmos... Cierto es que no hay necesidad de salmos pidiendo que vengas, porque estás aquí. ¿Qué voy a cantar ahora? Esa era mi felicidad. Tú me tienes que decir cuál será la nueva.
—No sé qué pueda ser la felicidad para ti estando yo en tu pieza.
—¡O me dices o te golpeo! —dijo maese Brumstein, sacando un látigo.
—¡Créeme, no sé! —contestó Octavio asustado.
—¡Zipelbrúm lo sabe todo! —gritó el viejo y comenzó a azotarlo. Vapuleaba con tanta furia que Octavio empezó a quejarse a través de todos sus poros. Estos lamentos enardecieron más al zapatero, quien, bebiendo aguardiente y dando latigazos, amenazaba continuar golpeando durante horas.
¡Ahora ya tengo que hacer cuando bebo: Azoto a mi señor Zipelbrúm!
Este nuevo canto no era místico sino sensual.
Algo pasó en Octavio. Exhausto, había dejado de gritar y, sin embargo, la voz le sonaba a través de las vísceras.
—¡Gracias, maese Brumstein! ¡La Voz se ha liberado de mi voluntad!
El zapatero estaba perplejo. Empezó a buscar. Al cabo de un tiempo se acercó al cuerpo de Octavio y apoyó una oreja. Sonrió. «El canto tiene que ser para mí.»
Tomó un cuchillo y hundiéndolo en el cuerpo de su dios, lo fue abriendo. Octavio quiso pedir: «Ahora que lo he logrado, no me la quites», pero no tenía voz para decirlo. Ella vibraba libre, como un animal joven.
La voz abandonó el cadáver de su antiguo amo, recorrió el cuarto para después salir por la ventana y perderse hacia lo lejos.
Maese Brumstein la oyó alejarse. Bebió un último trago, desclavó los restos, los arrastró al fondo de la casa y trepándose por el cerco, dejó caer el cuerpo abierto en el patio de su vecino. Siete grandes perros se acercaron.
Maese Brumstein, mientras se disponía a dormir, exclamó: —¡No era Zipelbrúm!

A. Jodorowsky

Para matar a un recuerdo

Tienes la estampa entre las manos y el paisaje se te antoja demasiado artificial en los colores de la Polaroid. Demasiado azul el mar, demasiado transparente el cielo, demasiado encendido ese orizonte, demasiado brillo en las miradas de las dos figuras que se abrazan ignorando el viento, arropadas en pullóveres iguales.
Miras hacia afuera y lo único que ves es el reflejo que el vidrio te devuelve como una bofetada, porque es de noche, y a esta hora todas las ventanas se transforman en espejo que devuelven soledad, interiores arrepentidos, casas como la tuya, casas vacías, casas con café sin azúcar por la mañana, café rápido y el auto que no enciende y los minutos que pasan, casas con mañanas en las que descubres atisbos de neura que te señalan a gritos que estás empezando a perder la gran batalla.
La foto sigue en tus manos. La foto estaba en un cajón que no habías abierto desde hace varios meses, pero hoy la foto está en tus manos y sientes que llegó el momento de asesinar esos recuerdos añejos.
Entonces debes tomar la foto como un paralelepípedo perfectamente orizontal y, lo más importante, frente a una de las ventanas que acusan el interior de la habitación con las luces atenuadas.
No eres tú quien romperá la foto. Es otra persona, alguien más valiente o impersonal, otro yo-tú que flota en el vacío unos centímetros más allá de los cristales.
Verás cómo esa persona realiza un movimiento de cangrejo con los dedos, cómo las manos se desplazan uniformemente hacia los lados y, al fin, cómo cada una se ha llevado un trozo casi regular de la fotografía. Luego esa misma persona juntará los pedazos y repetirá el movimiento una, dos o tres veces, según lo estime necesario, hasta que tú, inexplicablemente, sientas un cansancio en los dedos.
En el vidrio verás que caen como unos copos de nieve demasiado grandes para ser gráciles y violadores de la gravedad. Caen rápido y, cuando mires hacia la alfombra, tus ojos verán los mutilados vestigios de un recuerdo que ya no tiene salvación posible.

Luís Sepúlveda, Desencuentros
Traducción en italiano: Incontro d'amore in un paese in guerra

Las ruinas circulares


Nadie lo vio desembarcar unánime anoche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoran los incendios de antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si anduviera la importancia de aquel exámen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, considera las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba en un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y que sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistirían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho mas arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado despertó. El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombre derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer –y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, agua abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, que vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noche secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humareadas que herrumbraron el metal de las noches; después de la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñando.

J.L. Borges, Ficciones
Traducción en italiano: Finzioni, Le rovine circolari

La noche de los feos


Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba transpasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Benedetti, La muerte y otras sorpresas
Traducción en italiano: La morte ed altre sorprese

La nieve es un lugar


PERSONAJES
El Trapecista,La Equilibrista,El Soldado, El Comandante (que es el Soldado con otra ropa.)

ÚNICO ACTO

Todo transcurre en una cabaña en la nieve. Hay una puerta que da al exterior y otras dos puertas a los costados de la habitación. Hay una ventana que da hacia fuera, una estufa a leña, un sillón, y una enorme mesa a un costado.

Escena I

El Trapecista, La Equilibrista.
(El Trapecista y la Equilibrista asoman sus caras al vidrio de la ventana intentando ver si hay alguien dentro. Golpean el vidrio, llamando. Es evidente que tienen mucho frío. Entran. Tienen unos abrigos que parecen improvisados.)
Trapecista: (Entrando.) Por fin, un lugar para guarecernos. ¡Entra de una vez, mujer!
Equilibrista: Es que estoy endurecida.
Trapecista: (Jalándola del brazo y cerrando la puerta.) Vamos, entra. (A gritos.) ¡¿Hay alguien aquí?!
Equilibrista: ¿Es que no hay nadie en este sitio? Siempre y cuando aquí pueda querer habitar alguien.
Trapecista: La estufa está apagada. Tal vez hayan salido.
Equilibrista: Tal vez hayan muerto.
Trapecista: No seas ave de mal agüero.
Equilibrista: (Se sienta en el sillón, junto a la estufa.) Si fuera un ave me iría volando. Aunque a juzgar por mi suerte, seguro sería un pingüino.
Trapecista: (Comienza a encender la estufa.. Se sienta en el sillón.) Venga, que ya se te va a pasar el frío.
Equilibrista: ¿Y la bronca? Mira que te lo dije. Te lo dije... cabeza hueca.
Trapecista: ¡Termínala de una vez, mujer! (Llamando.) ¡¿Es que no hay nadie?!
Equilibrista: Te lo dije, te lo repetí una y otra vez y no me hiciste caso. No sé para qué tienes orejas si ni siquiera usas lentes.
Trapecista: Sí, está bien, ya te escuché.
Equilibrista: Lo que me pregunto es por qué no me escuchaste antes.
Trapecista: ¡Es que parecía tan cierto, tan real!
Equilibrista: (Sarcásticamente.) Sí, sí, muy cierto, muy real. (Con bronca.) ¡Tan real que parece mentira en la que nos has metido!
Trapecista: Yo vi algo tan blanco, tan radiante, tan enorme que pensé que era Dios.
Equilibrista: No se si me impresiona más el error teológico o el geográfico.
Trapecista: ¿Y cómo iba a saber que era la nieve si nunca había visto antes la nieve? ¡Todavía no puedo creer que exista tanta nieve junta!
Equilibrista: Podrías haberme creído a mí.
Trapecista: Tú tampoco conocías la nieve.
Equilibrista: Pero al menos recordaba lo que contaba aquella domadora de caballos... la belga... la que tenía aquel perrito que parecía un felpudo...
Trapecista: ¿Eunice?
Equilibrista: ¡Esa misma! Se pasaba contando historias de la nieve.
Trapecista: Yo pensé que mentía. Bastaba verle la forma de las manos para darse cuenta que era una persona a la que le gustaba mentir.
Equilibrista: Suerte que no eres detective privado, estaríamos arruinados. Aunque claro... no se en qué situación estamos ahora.
Trapecista: Yo sólo pensé que era Dios, por eso vine hasta acá. ¿Te imaginas, poder conocer a Dios?
Equilibrista: ¿Y tú que tienes de especial para que te ocurra un prodigio así? ¿Es que ahora también eres un místico?
Trapecista: Soy un trapecista. O te olvidas que siempre quise serlo para estar más cerca del cielo.
Equilibrista: Antes de que empieces con la historia de tu niñez y tu imaginación sobre los ángeles, fíjate si todavía te queda algo que comer.
Trapecista: Pues en esta bolsa... apenas unas semillas de manzana y un trozo de pan... muy duro.
Equilibrista: Aunque más no sea ponlo un momento en el fuego.
Trapecista: (Poniéndolo al fuego.) Supongo que no es mala idea.
Equilibrista: ¿Quién sabe dónde estarán ahora?
Trapecista: ¿Quiénes?
Equilibrista: Pues los del circo.
Trapecista: Quién sabe... tal vez nos extrañen.
Equilibrista: Tal vez no tengan tiempo de extrañar disfrutando de una vida mejor que esto.
Trapecista: ¡Mujer, que esto no es el resto de nuestras vidas, es sólo un momento!
Equilibrista: Pues donde no consigamos comida esto va a ser lo que resta de nuestras vidas. Y saca ese pan entes que lo perdamos.
Trapecista: (Toma el pan, lo divide y ambos comen.) Seguramente si alguien vive aquí, ya volverá. Y si no... tal vez así como llegamos nosotros, llegue alguien más.
Equilibrista: Si alguien más ha pasado tantos días perdidos en la nieve... Y no digo la cantidad porque ya perdí la cuenta. Todos los días parecían el mismo día.
Trapecista: No tienes que recordármelo.
Equilibrista: Ni siquiera tenemos al enano para que nos cante, con esa voz de barítono que tenía.
Trapecista: ¡Otra vez el enano! (Burlándose.) ¡Ay, el enano, el enano!
Equilibrista: ¿Es que el frío te daña la cabeza? ¿Por qué te pones así?
Trapecista: ¿Es que entre tú y el enano ha pasado algo?
Equilibrista: Te has puesto celoso.
Trapecista: No estoy celoso, simplemente quiero saberlo, porque lo recuerdas tanto...
Equilibrista: No te pongas así.
Trapecista: Es que durante estos días dale que te dale hablar del enano.
Equilibrista: Estas celoso, eso es todo. (Con un fraseo infantil.) ¡Estás celoso, estás celoso!
Trapecista: Pues mira, no estoy celoso. ¿Pero y si así fuera, qué?
Equilibrista: Cuando te pones así me dan ganas de besarte. Hasta se me olvida que estamos aquí por tu culpa. Ven abrázame.
Trapecista: (Abrazándola.) Sigues siendo mejor que el fuego.
Equilibrista: Me siento muy cansada. ¿Por qué no dormimos un rato?
Trapecista: Está bien, luego veremos qué es lo que hacemos.
Equilibrista: Podrías cambiar de religión y así comenzamos una nueva búsqueda.
Trapecista: Muy graciosa, duérmete ya. (Se duermen.)


Escena II

El Trapecista, La Equilibrista y el Soldado
Soldado: (Pasa por delante de la ventana, como dirigiéndose a la puerta, para entrar a la cabaña. Se detiene. Observa por el vidrio y ve al Trapecista y a la Equilibrista dormidos. Pone gesto de ternura. Luego cambia el gesto por uno hosco. Entra golpeando la puerta, gritando, amenazando al Trapecista y a la Equilibrista –que se despiertas sobresaltándose- con una escopeta.) ¡Alto ahí! ¡Son mis prisioneros!
Equilibrista: (Gritando desesperada.) ¡Mis gallinas! ¡Mis Gallinas!
Soldado: Aquí no hay ninguna gallina, señora.
Equilibrista: ¡¿Cómo que no?! ¡Y bien gordas!
Soldado: Repito que aquí no hay gallinas.
Equilibrista: ¡Quiero mis gallinas y me las va a dar!
Trapecista: Espera, mujer, que estás confundida.
Equilibrista: Yo de aquí no me voy sin mis gallinas.
Soldado: Es una orden: aquí no hay ninguna gallina.
Trapecista: ¿Qué clase de orden es esa?
Soldado: No tengo por qué rendirle cuentas al enemigo.
Trapecista: ¡Enemigo!
Equilibrista: Aquí lo único que cuenta es que faltan mis gallinas, todas mis gallinas. ¡Pobrecitas mis gallinas!
Soldado: ¡Deje de chillar como una gallina!
Trapecista: ¿Podemos salir de esta gallinero?
Equilibrista: Díselo a él. Que me devuelva mis gallinas.
Trapecista: Aquí no hay gallinas, entiéndelo. Has estado soñando.
Equilibrista: (Implorando. Lloriqueando.) Dime, por favor, que he soñado todo menos mis gallinas.
Trapecista: Muy bien, te lo digo: has estado soñando todo, también tus gallinas.
Equilibrista: ¡ Y yo sin mis gallinas! ¡¿Qué haré?!
Trapecista: Si tanto te preocupa míralo de esta forma: tus gallinas son inmortales. Nunca morirán porque nunca han existido.
Equilibrista: (Yendo hacia el soldado de manera amenazadora.) Así que usted espantó a mis gallinas.
Soldado: (Sigue apuntando con el arma, pero comienza a retroceder ante el avance de la Equilibrista) Señora, esto es la guerra y en la guerra está permitido hacerles cualquier cosa a las gallinas.
Equilibrista: (Comienza a darle puñetazos al soldado que se mete, con arma y todo, debajo de la mesa.) ¡Salvaje! ¡Maldito aniquilador de gallinas! ¡Se aprovecha de mis gallinas porque son sólo un sueño! (El Trapecista se acerca, la agarra, la quiere apartar de allí y calmar.)
Soldado: (Debajo de la mesa.) Señor, le ruego sepa explicarle que soy un soldado y como soldado eso no se me debe hacer.
Trapecista: Si tu te dejas...
Soldado: (Debajo de la mesa.) Me tomaron a de sorpresa, traicioneramente. Soy un defensor de la patria, merezco más respeto.
Equilibrista: (Pretende ir de nuevo a golpear al Soldado, el Trapecista la sujeta.) Deja de ladrar porque si llegara a encontrar un almohada de plumas te asfixiaría para vengar a todas las gallinas que has hecho desaparecer en tu vida.
Soldado: (Debajo de la mesa.) No me dejaré confundir con lo que digan y menos con lo que hagan. Ni siquiera con lo que piensen.
Trapecista: Puede abreviar que igual la idea se entendió.
Soldado: (Debajo de la mesa.) Entonces comprenderán lo que está pasando.
Trapecista: Como pasar, está pasando el tiempo.
Soldado: (Debajo de la mesa.) Señores... esto es la guerra.
Equilibrista: (Sosprendida.) ¡¿La qué?!
Trapecista: Creo que ha dicho "la guerra". Perdone, buen hombre, ¿ha dicho usted "la guerra"?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Así es. Esto es la guerra y ustedes son mis prisioneros.
Trapecista: (Se agacha para poder mirar de frente al Soldado. Hace un gesto con el índice de señalar alternativamente una y otra vez a sí mismo y a la Equilibrista, como diciendo "nosotros") ...¿Sus prisioneros?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Correcto. Y por favor, no me obliguen a tomar medidas más agresivas.
Trapecista: ¿Nosotros sus prisioneros?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Ustedes y todas sus gallinas.
Equilibrista: ¿No habíamos quedado en que fue un sueño?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Todos sus sueños quedan confiscados. Sólo les será permitido tener aquello que no altere la tranquilidad del campo de prisioneros.
Trapecista: Se me cansan las piernas de estar agachado. ¿Podríamos conversar frente a frente con mayor naturalidad?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Permanecerá así hasta que yo considere que su esfuerzo es suficiente. Para eso es que me he puesto en esta posición.
Trapecista: (Levantándose.) No lo puedo creer.
Soldado: (Debajo de la mesa.) Todas sus creencias son irrelevantes. Lo único que tienen que saber es que esto es la guerra.
Equilibrista: ¿Y entre quienes es la guerra?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Eso es información clasificada.
Equilibrista: Sólo dígame el nombre de su país.
Soldado: (Debajo de la mesa.) No estoy autorizado a dar esa información al enemigo.
Trapecista: ¡No somos sus enemigos!
Soldado: (Debajo de la mesa.) No tienen mi uniforme.
Trapecista: No tenemos ningún uniforme.
Equilibrista: No somos soldados.
Soldado: (Debajo de la mesa.) Entonces son mis enemigos.
Equilibrista: No supone usted que ese razonamiento puede conducir a errores.
Soldado: (Debajo de la mesa.) No estoy autorizado a dudar de mi palabra.
Equilibrista: ¡Pero ni siquiera somos gente armada!
Soldado: (Debajo de la mesa.) Eso muestra la incapacidad técnica del enemigo y su falta de escrúpulos al mandar gente sin armas. ¡Y pensar que ustedes están dispuestos a morir por quien ni siquiera les ayuda a defenderse!
Trapecista: A ver si lo entiende de una vez por todas. No somos soldados, no estamos armados, no pertenecemos a ningún ejército y no somos enemigos de nadie.
Soldado. (Debajo de la mesa.) Aquí estamos en guerra y ustedes pertenecen al enemigo.
Trapecista: ¡Se lo repito: no pertenecemos a ningún ejército y no estamos en guerra!
Soldado: (Debajo de la mesa.) Debieron pensar eso antes de entrar en guerra.
Equilibrista: Quien no está pensando es usted.
Soldado. (Debajo de la mesa.) Yo tengo el control de la situación, no tengo por qué pensar.
Trapecista: ¿Y se puede saber qué hará con nosotros?
Soldado: (Debajo de la mesa.) Espero órdenes.
Equilibrista: Si se va a quedar ahí, esperará que se la lleven las hormigas.
Soldado: (Debajo de la mesa.) No permito que hable así de los integrantes del ejército.
Equilibrista: Haga como le plazca.
Soldado: (Debajo de la mesa.) Señora, no hago lo que me place sino lo que es mi deber.
Equilibrista: ¿Y no le da placer hacer su deber?
Soldado: (Debajo de la mesa.) No estoy autorizado a darle información de mi vida privada al enemigo.
Trapecista: ¿Sabe, al menos, cuánto van a tardar esas órdenes?
Soldado: (Debajo de la mesa.) No estoy autorizado a dar esa información. (Sale de debajo de la mesa.) Permanezcan aquí. Iré a buscar a un superior. Les advierto que si intentan escapar, los guardias tienen orden de disparar a matar.
Equilibrista: No vimos ningún guardia afuera.
Soldado: Eso muestra lo eficiente que es nuestro ejército, señora. Con su permiso. (Sale por una de la puerta de los costados.)

Escena III

El Trapecista, La Equilibrista y el Comandante. El Comandante no es más que el soldado con otra ropa. Hasta que entra el Comandante, el trapecista y la Equilibrista permanecen callados. Se hacen gestos como de si no fuera creíble lo que está pasando. El Trapecista da vueltas mientras se pasa la mano por la frente y el cabello.
Comandante: (Entra. Es el Soldado. Lleva las mismas botas. Se ha puesto otros pantalones y otra casaca con unas charreteras un poco ridículas. Tiene un bigote falso y peluca. Lleva un pequeño látigo que hace chasquear cuando puede.) ¡Atención! Ahora yo me encargaré personalmente de ustedes y habrán querido no pertenecer al enemigo.
Trapecista: Disculpe, pero nosotros...
Comandante: Contesten cuando se les pregunte o permanezcan en silencio.
Equilibrista: Quizá podría haber sido un buen domador.
Trapecista: Tal vez un poco pequeño.
Comandante: (Se sienta a la mesa. Saca del cajón de la mesa unas hojas y algo con qué escribir.) ¡Silencio o los mando fusilar sin interrogarlos!
Equilibrista: No creo que el tamaño sea problema si tiene elegancia.
Trapecista: ¡Ya estás, otra vez! ¡Ya estás de nuevo pensando en el enano!
Equilibrista: Pero no seas tonto, hombre.
Trapecista: Si tanto te gustaba, por qué no te casaste con él.
Equilibrista: Y tú por qué no te casaste con la hija del tragasables si tanto te gustaba lucirte delante de ella.
Comandante: ¡Callados! ¡Compórtense como soldados!
Trapecista: ¡No somos soldados!
Comandante: Prefiero un ladrón a un cobarde. No nieguen lo que son.
Trapecista: Pero lo que...
Comandante: ¡Basta! ¡Basta! ¡Esto es un interrogatorio!
Equilibrista: Yo no escuché ninguna pregunta.
Comandante: ¡Parece mentira, que gente grande necesite de preguntas para darse cuenta que está en un interrogatorio!
Equilibrista: ¡Vamos, comencemos de una vez!
Comandante: Señora, no me robe las palabras. Por un robo así puedo mandarla a la corte marcial. Díganme cuál es el número de vuestro regimiento, la cantidad de soldados del regimiento y cuantas armas y municiones tienen.
Trapecista: ¿No nos va a preguntar nuestros nombres?
Comandante: La guerra no se gana con palabras, señor, la guerra se gana con números. Así que dígame ¿cuál es el número de vuestro regimiento, la cantidad de soldados del regimiento y cuantas armas y municiones tienen?
Trapecista: Vuelvo a repetirle que no somos soldados.
Comandante: Lo hubieran pensado antes de tomar parte en la guerra.
Trapecista: Ni siquiera sabíamos que había una guerra. Nosotros no estamos en guerra con nadie.
Comandante: ¡No me contradigan! ¡Todos estamos en guerra! ¡El mundo está en guerra! ¡La guerra está en todas partes! (La Equilibrista busca en el suelo con la mirada, como si algo se le hubiera caído.) ¿Qué es lo que busca?
Equilibrista: La guerra. Usted dice que está en todas partes y nosotros hace días que estamos perdidos en la nieve y no nos hemos enterado de la guerra tan famosa.
Comandante: No conseguirán nada con ese comportamiento. Se reconocer a un enemigo cuando lo veo. A mí no me van a engañar.
Trapecista: Ni falta que hace, si usted se engaña solo.
Comandante: No estoy autorizado a comentar mi conducta con el enemigo.
Equilibrista: Parece que aquí nadie está autorizado a nada. ¿Acaso hay alguien autorizado a usar su cerebro?
Comandante: Les advierto que ustedes no están autorizados a cuestionar ni hacer comentarios sobre las desautorizaciones. Ahora... ¿se niegan a darme la información que les pedí?
Trapecista: No nos negamos.
Comandante: ¿Y bien... ?
Trapecista: No podemos hacerlo.
Comandante: Les recuerdo que un prisionero está autorizado a salvar su vida. Así que les conviene hablar.
Trapecista: No es un problema de autorización.
Comandante: ¿Y entonces...?
Trapecista: Es que no somos soldados, no estamos involucrados en ninguna maldita guerra.
Equilibrista: Trabajábamos en un circo.
Comandante: (Anota.) Regimiento: circo. ¿Qué clase de regimiento es ese?
Equilibrista: No es ningún regimiento.
Comandante: Comiencen a detallar qué es un circo para que pueda informarle a mis superiores.
Trapecista: ¡Un circo! ¡Un circo! ¿Cómo no va a saber lo que es un circo? ¿Nunca fue a uno?
Comandante: Estamos en guerra. No nos está permitido recordar cosas como esas.
Trapecista: Un circo. La gente va a divertirse. Hay payasos, domadores de leones, enanos, equilibristas, magos y hasta una banda de música.
Comandante: ¿Tienen banda de música?
Equilibrista: Y la nuestra era de las mejores.
Comandante: Eso muestra que integraban un regimiento militar.
Trapecista: Pero no, hombre, no. Yo era trapecista.
Comandante: (Anota.) Trapecista. ¿Y cuál era su función?
Trapecista: Hacía lo que hace todo trapecista. Me subía a mi columpio realizaba magníficas pruebas en el aire.
Comandante: (Anota.) Aviador.
Trapecista: No, no soy aviador. Soy trapecista. Tra- pe- cis- ta.
Comandante: ¿Y usted a qué se dedicaba?
Equilibrista: Yo era equilibrista.
Comandante: (Anota.) Equilibrista. ¿Y qué hacía?
Equilibrista: Diversas cosas. Por ejemplo, podía sostener hasta cuatro palillos sosteniendo a su vez una decena de platos y copas en cada uno.
Comandante: (Anota.) Cocina.
Equilibrista: ¿Usted no entiende o no quiere entender?
Comandante: ¿Qué vestimenta usan?
Trapecista: Cada uno tenía su ropa que usaba para las funciones.
Comandante: ¿Usaban uniformes para esas "funciones"?
Trapecista: Por supuesto que sí, no podíamos presentarnos de cualquier manera.
Comandante: Ustedes usaban uniformes. Nuestros enemigos usaban uniformes. El uniformes de nuestros enemigos es diferente al nuestro. El que ustedes usaban seguramente era diferente al nuestro. Por lo tanto, es claro que el uniforme que ustedes llevaban era el uniforme del enemigo. Ustedes pertenecen al ejército enemigo.
Trapecista: Pero no sólo los ejércitos usan uniformes.
Comandante: Estamos en guerra. Aquí sólo hay ejércitos y sólo hay amigos o enemigos.
Trapecista: ¿Y porque usted está en guerra es que nosotros somos enemigos? ¡Entiendo!
Comandante: (Anota.) Admiten ser del enemigo.
Trapecista: Nosotros no hemos admitido nada.
Comandante: El que calla otorga.
Equilibrista: Pero si estamos hace rato dale que te dale, habla que te habla.
Comandante: No se necesita dejar de hablar para callarse.
Equilibrista: Ni se necesita no tener cerebro para ser un perfecto idiota.
Comandante: ¡Un desacato más y los mandaré a realizar trabajos forzados hasta que mueran de cansancio!
Equilibrista: Por qué no nos permite contarle cómo es que llegamos hasta aquí.
Comandante. (Anota.) Detalles de la misión que llevaban a cabo al ser descubiertos tomando por asalto nuestro cuartel.
Trapecista: Nosotros no tomamos por asalto nada, solamente queríamos un lugar para no morirnos de frío. Estabamos perdidos.
Equilibrista: Yo le voy a explicar. Este tonto, porque no se le puede dar otro nombre luego del lío en que nos ha metido...
Comandante: Limítese a los hechos, yo haré las interpretaciones.
Equilibrista: Un día él estaba ensayando la rutina desde su trapecio y, como la carpa aún estaba a medio colocar vio a lo lejos un brillo blanco y bajó gritando "¡Lo he visto! ¡Lo he visto!
Trapecista: Realmente creí haberlo visto. Hubiera jurado que lo había visto.
Comandante: ¿Haber visto qué?
Trapecista: A Dios.
Comandante: ¿A Dios? ¿Usted creyó ver a Dios a lo lejos?
Equilibrista: Lo mismo que yo le pregunté. Lamentablemente fui un poco menos escéptica que usted. Tal vez porque lo amo y el amor es ciego y como él dijo que había visto algo, dejé que me llevara.
Comandante: ¿Así que usted no vio a Dios?
Equilibrista: No, pero le creí a él, lo cual fue igualmente torpe. Y así comenzamos una larga marcha hacia aquel brillo inmenso e intensamente blanco.
Comandante: ¿Y qué pasó?
Trapecista: Que ese brillo inmenso e intensamente blanco no era Dios, era nieve. Simplemente nieve. Pero claro, yo nunca había visto nieve. Y después de mucho andar llegamos hasta acá con la esperanza de buscar un poco de abrigo y alimento.
Comandante: ¿Eso es todo?
Trapecista: ¿Acaso le parece poco?
Comandante: (Gritando.) ¡¿Ustedes me quieren tomar el pelo o qué?! ¡¿Creen que yo puedo escribir ese cuento ridículo?! ¡Mis superiores se reirían de mí! ¡Me expulsarían del ejército! ¡Hasta podrían acusarme de complicidad con el enemigo! ¡Claro, eso es lo que querían! ¡Pues no lo van a lograr!
Trapecista: Pero es la verdad. Y mire que no es fácil admitir haber cometido tamaña equivocación.
Comandante: (Tomando la hoja.) Señores, hemos terminado. Se han negado a cooperar. Ahora deberán pagar las consecuencias.
Equilibrista: Por favor, entienda...
Comandante: Claro que entiendo. Han pretendido burlarme. Ahora sabrán lo que significa para el enemigo tenerme de enemigo. (Se va por la puerta por la que había entrado.)

Escena IV

El Trapecista, La Equilibrista
Trapecista: ¿No has notado nada extraño en ese comandante? Algo no me huele bien.
Equilibrista: Te recuerdo que hace varios días que no nos bañamos.
Trapecista: No me refiero a eso. Detesto cuando te pones tan literal, mujer. No tomes las cosas al pie de la letra.
Equilibrista: Imposible, las letras no tienen pies.
Trapecista: A eso me refiero. Ahora lo que tenemos que pensar es qué hacer.
Equilibrista: Creo que el comandante se fue muy ofuscado. Temo que nos apliquen algún castigo físico. No podría soportarlo.
Trapecista: Es necesario tomar medidas, pronto.
Equilibrista: ¿Estamos en peligro y tú quieres ponerte a jugar a los sastres? Lo que tenemos que hacer es evitar un desastre.
Trapecista: Me temo que estamos perdidos.
Equilibrista: Hace semanas que estamos perdidos y no creo que sea necesario explicar por culpa de quién.
Trapecista: No empieces de nuevo con eso. ¿Hasta cuándo vas a estar con esa cantinela? Me equivoqué, sí. No soy perfecto. No puedes soportar tener a tu lado alguien que no sea perfecto, ¡allá tú! Creía que estaba haciendo lo correcto. Las cosas no siempre salen como uno lo planea.
Equilibrista: Pero a veces las cosas resultan como resultan porque no se planean.
Trapecista: Yo había planeado el viaje, sólo que a partir de una confusión.
Equilibrista: Sí, la de confundir a Dios con la nieve. Un detalle, como quien diría.
Trapecista: Es fácil decirlo ahora, cuando uno sabe el final de la historia. Pero bien que tú también estabas entusiasmada con ver a Dios.
Equilibrista: Bueno, tú eras el que andabas en los trapecios. Pensé que conocía más del cielo, al fin de cuentas estabas mucho más cerca.
Trapecista: Entonces tú también te equivocaste. No rehuyo mi responsabilidad, pero asume tú la tuya.
Equilibrista: Sí, yo también me dejé llevar por la tentación de creer que eras místico. Y haberlo creído es una muestra de mi amor por ti.
Trapecista: ¿Y el recriminarme tanto mi error?
Equilibrista: Muestra aún más mi afecto: quiero que aprendas algo de todo esto.
Trapecista: He aprendido que no debo decirle nada a nadie antes de tiempo.
Equilibrista: Preferiría que hubieras aprendido cómo salir de este embrollo. ¡Menudo problema éste de la guerra!
Trapecista: Ya que somos dos, podríamos aprender juntos. (Por la puerta que salió el soldado, se lo ve aparecer de nuevo. No entra a la habitación. Se queda espiando la conversación. Ni el Trapecista ni la Equilibrista se percatan de su presencia.) Lo que tenemos que saber es cómo hacer para escapar.
Equilibrista: No va a ser fácil. Al parecer hay soldados vigilando. Tal vez tengamos que esperar a la noche.
Trapecista: ¿Has visto algún soldado mientras andábamos por ahí?
Equilibrista: Ni uno.
Trapecista: Ni yo.
Equilibrista: Tal vez se logren camuflar muy bien
Trapecista: ¿Y si no hubiera ninguno?
Equilibrista: Es la guerra, tiene que haber soldados. Por lo pronto ya hemos visto dos.
Trapecista: ¿No has notado algo extraño en ellos?
Equilibrista: Cierto que parecen un poco fastidiosos, pero estamos en guerra y la guerra es un fastidio.
Trapecista: Creo que son demasiado parecidos, como si fueran la misma persona. (El soldado lleva las manos a la escopeta, como por si acaso.)
Equilibrista: Debe hacer mucho que están juntos, tal vez son un grupo muy unido. La guerra puede llevar a que se mimeticen entre ellos.
Trapecista: ¡Qué guerra ni qué guerra! Nunca supe que se estuviera en guerra. Todo esto me resulta muy extraño.

Escena V

El Trapecista, la Equilibrista, el Soldado, la voz del Comandante.
Soldado: (Entra. Lleva los pantalones del Comandante.) ¡Prisioneros! El Comandante ha resuelto que no podemos tenerlos aquí.
Trapecista: ¿El Comandante?
Soldado: No entiendo vuestra extrañeza.
Trapecista: Que usted lleva los pantalones del Comandante.
Soldado: Según cuál sea nuestra misión llevamos diferentes uniformes en diferentes horas del día.
Trapecista: Raro que tenga autorización para explicar este tipo de cosas.
Soldado: Pero no estoy autorizado a hablar más sobre el asunto.
Trapecista: Entiendo.
Soldado: Lo único que tienen que entender es que van a ser trasladados a una prisión de máxima seguridad para prisioneros del ejército enemigo.
Equilibrista: ¡No pueden hacernos eso! ¡Somos civiles!
Soldado: Los vendrán a buscar en unos días.
Equilibrista: ¡Pero es imposible! ¡¿No puede entender que somos civiles?!
Soldado: Han sido encontrados culpables de espionaje.
Trapecista: ¿Espionaje? ¿Y qué se supone que espiábamos, la nieve?
Equilibrista: ¡Es ridículo! ¡No nos puede estar pasando esto!
Soldado: No será gimoteando que encubrirán su delito.
Equilibrista: ¿Cuál delito? ¿El error místico?
Trapecista: Tal vez sea por el error geográfico.
Soldado: Lo que es un error es creer que podrán confundirnos.
Trapecista: Grábese bien en la cabeza que nosotros escaparemos de aquí como sea.
Soldado: No podrán. Y si lo intentan será peor para ustedes.
Equilibrista: Difícilmente sea peor que estar entre dementes en medio de una guerra que uno no está peleando.
Trapecista: Nos iremos. Abriremos esa puerta y nos iremos a nuestra casa.
Solado: ¡Silencio!
Trapecista: No me importa si tengo o no tengo autorización para hablar. Estoy harto y le advierto que...
Soldado: ¡Silencio! ¡Al Suelo! (Los empuja para que se tiren al suelo. El soldado se queda agachado.)
Equilibrista: ¿Qué pasa?
Soldado: (Haciendo señas para que se callen.) Tshhh!
Equilibrista: ¿Se puede saber qué ocurre?
Soldado: ¿No escuchan nada? (No se escucha nada.)
Equilibrista: Nada.
Trapecista: Para ser más claros, nada de nada.
Soldado: Es que no tienen habituado el oído a la guerra.
Trapecista: ¿Y qué debiéramos escuchar?
Soldado: Disparos.
Equilibrista: ¡¿Disparos?! Preferiría que saliéramos disparados de aquí.
Trapecista: No escucho nada y comienzo a sentirme ridículo tirado en el suelo sin motivo.
Soldado: ¡Silencio! Ustedes no podrían sobrevivir ni dos horas allí fuera si intentan escapar. ¡Manténganse así hasta que se los ordene! (Se va por donde había entrado. Unos instantes después comienzan a sentirse los sonidos de los disparos.)
Trapecista: ¿Será entonces verdad que hay guerra?
Equilibrista: ¡¿Pero es que vamos a perder el pellejo y tú aún no te has enterado por qué?!
Comandante: (Sólo se escucha su voz.) ¡Soldado, pronto! ¡Lleve estas órdenes al teniente! El enemigo nos ataca.
Soldado: (Sólo se escucha la voz.) Mi comandante ¿Qué hago con los prisioneros?
Comandante: (Sólo se escucha la voz.) Si dan problemas, degüéllelos. No gaste balas en ellos.
Soldado: (Entra. Anda agachado para quedar debajo de la ventana. Se detiene ante el Trapecista y la Equilibrista.) Si intentan escapar o ayudar al enemigo, serán asesinados de inmediato. (Sale por la puerta que da hacia fuera.)


Escena VI

El Trapecista, la Equilibrista.
Equilibrista: ¿Tú crees que nos maten?
Trapecista: Como puedes ver no soy muy bueno creyendo cosas. Ya ves...
Equilibrista: Me impresionaste cuando te escuché tan seguro, tan decidido a escapar.
Trapecista: Lo hice para impresionarlo.
Equilibrista: Es un soldado, no creo que se deje impresionar fácilmente.
Trapecista: Tenía que intentarlo.
Equilibrista: El fondo y a pesar de todo, eres lo más cercano a un héroe que conozco. (Lo abraza y lo besa.)
Trapecista: En demasiados problemas te ha metido tu héroe. Sólo hemos sabido vivir en el circo. Fuera de allí siempre nos hemos sentido como animales en cautiverio.
Equilibrista: Pero me has dado algo muy especial. No todos caen en medio de la guerra y están a punto de ser pasados a cuchillo.
Trapecista: No todos los días se es prisionero de guerra.
Equilibrista: Ya no sé si sobreviviríamos allí fuera.
Trapecista: Ni siquiera tenemos una brújula. No sabríamos ni en qué dirección comenzar a andar.
Equilibrista: Y aunque llegáramos a algún lugar ¿qué haríamos? Tú lo has dicho: sólo hemos sabido vivir en el circo.
Trapecista: Y nuestro circo ya no existe. Ni tenemos fuerzas suficientes para volver a empezar.
Equilibrista: Aquel maldito incendio nos destruyó a todos.
Trapecista: El fuego y el hielo, ya hemos probado todo.
Equilibrista: Me pregunto si ya no es hora de que dejemos de andar, andar y andar.
Trapecista: Pero sería absurdo sobrevivir a un incendio para venir a morir, por equivocación, en una guerra. Suena demasiado absurdo para aceptarlo.
Equilibrista: Siempre se sobrevive para morir en algún momento.
Trapecista: Puede que esté un tanto cansado de existir, "cansancio metafísico" como decía el Hombre - bala. Pero todavía me quedan ganas de continuar.
Equilibrista: Morir, ibamos a morir igual... y mientras sea contigo... (Se vuelven a abrazar.)
Trapecista: Tal vez el enemigo nos libere.
Equilibrista: Por lo menos están gastando bastantes municiones. A juzgar por lo que se escucha...
Trapecista: Pero hay algo raro en esa balacera.
Equilibrista: Para ti siempre el mundo tiene una cosa rara, el mundo mismo es una cosa rara.
Trapecista: En serio, mujer, hablo en serio. Es como si esos mismos disparos ya los hubiéramos escuchado antes.
Equilibrista: Tal vez es que nos estamos acostumbrando a la guerra. (Los disparos cesan.)
Trapecista: Escucha... los disparos han cesado.
Equilibrista: ¿Quién habrá vencido?
Trapecista: Seguro que nosotros no.
Equilibrista: ¿Y nosotros estamos con el soldado o con el enemigo?
Trapecista: Nosotros estamos con nosotros.
Equilibrista: Debí suponerlo, así no ganaremos nunca.
Trapecista: Iré a hablar con el Comandante.
Equilibrista: ¿Para qué? ¿Qué le dirás? No servirá de nada. Es una locura.
Trapecista. Es que aquí todos están locos.
Equilibrista: Así planteado, tal vez de resultado.
Trapecista: Total, perdido por perdido...
Equilibrista: No deja de parecerme una locura.
Trapecista: Entonces, yo estoy loco.
Equilibrista: Planteado así, ya no se ve tan bien.
Trapecista: Iré y será ahora. (Se levanta.)
Equilibrista: (Levantándose y tratando de sujetarlo de un brazo.) Espera, espera, por favor. (El Trapecista logra escapar y se dirige hacia la habitación donde había entrado el Comandante.) ¡Qué le dirás! ¡Espérame! (Va tras él y entra en la misma habitación. Pausa.)
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) Pero... ¡¿qué es esto?!
Equilibrista: (Sólo se escucha la voz.) Pues parece que nuestro comandante se camufla par que el enemigo no lo reconozca.
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) Ni el enemigo ni nosotros.
Equilibrista: (Sólo se escucha la voz.) ¿Y cómo me queda a mí?
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) ¡Mujer, no juegues! ¡Vamos, quítate ese bigote!
Equilibrista. (Sólo se escucha la voz.) Pues déjame jugar, bastante ha jugado ese mequetrefe con nosotros.
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) ¡Mira, aquí está la ropa!
Equilibrista: (Sólo se escucha la voz.) Había escuchado que en la guerra todo vale, pero esto no lo entiendo. No tiene ni pies ni cabeza.
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) No se si los tiene, pero te aseguro que ese mentiroso no los tendrá cuando yo lo agarre. ¡¿Qué se ha creído?! Nadie nos mantendrá prisioneros con mentiras. Y quiero una explicación.
Equilibrista: (Sólo se escucha la voz.) Y mejor que sea realmente buena.
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) ¿Crees tú que está loco o que es imbécil?
Equilibrista. (Sólo se escucha la voz.) Me da lo mismo. Yo también quiero golpearlo por tomarnos el pelo de esa manera.
Trapecista: (Sólo se escucha la voz.) ¡Bingo! ¡Mira lo que encontré!
Equilibrista: (Sólo se escucha la voz.) ¿Y qué crees que tiene eso?
Trapecista: (Sólo se escucha su voz.) Si mi corazonada no me falla... demos vuelta esta cinta y ahora.... (Se escucha la balacera un instante y después se corta.) ¡¿Entiendes?! Esta es la balacera que escuchamos. (Se vuelve a escuchar la balacera un instante y se corta.)
Equilibrista: (Sólo se escucha su voz.) No lo puedo creer.
Trapecista: (Sólo se escucha su voz.) No necesitas creerlo, ya lo sabes. Todo ha sido una farsa.
Equilibrista: (Sólo se escucha su voz.) Y ese idiota va a tener que explicarnos por qué ha montado toda esta patraña.
(Entran el Trapecista y la Equilibrista. El Trapecista trae un casco y ella trae puesto el bigote del Comandante y se ha puesto por encima, ridículamente, la peluca que llevaba el Comandante.)
Trapecista: Esto no quedará así. ¡Te lo puedo asegurar!
Equilibrista: (Viendo por la ventana.) ¡Allí viene! ¡Allí viene!
Trapecista: ¡Quítate eso, vamos! ¡Rápido! ¡Démosle una sorpresa! (Se sienta en el sillón y coloca el casco debajo. La Equilibrista coloca debajo del almohadón el bigote y la peluca y se sienta.)


Escena VII

El Trapecista, la Equilibrista, el Soldado
Soldado: (Entra. Trae en la mano una bolsa de tela.) ¡Señores! Debo comunicarles que la batalla ha concluido. Hemos derrotado al enemigo.
Trapecista: ¿Sííí? Pues me alegra escucharlo. Realmente hemos tenido miedo de morir. ¿No es verdad?
Equilibrista: ¡Ya lo creo! No podíamos dejar de pensar que ha debido ser una batalla sangrienta, a juzgar por los disparos que escuchamos.
Soldado: Ha corrido tanta sangre que la ferocidad del enemigo hace aún más grande nuestra victoria. Nuestro ejército ha demostrado una vez más su valentía.
Equilibrista: Nos pareció que el otro ejército se había aproximado demasiado.
Trapecista: Por momentos parecía que lo escuchábamos aquí dentro.
Soldado: El enemigo consiguió avanzar al tomarnos de sorpresa, pero de nada le ha servido. La victoria final ha sido nuestra.
Equilibrista: ¿Y qué va a pasar ahora con nosotros?
Trapecista: Queremos irnos, estamos acá por un error.
Equilibrista: No tenemos nada que ver con la guerra. Desearíamos regresar.
Soldado: ¡Silencio! Esa decisión la tomará el Comandante a su debido tiempo.
Trapecista: ¡Ah, sí, el Comandante!
Soldado: Por supuesto, es la forma en que se resuelven esas cosas.
Trapecista: Y seguramente usted no sabe nada acerca de qué decisión habrá de tomar.
Soldado: No estoy autorizado a hacer ese tipo de comentarios.
Equilibrista: Seguramente tampoco puede decirnos lo que trae en esa bolsa que trae con usted.
Trapecista: (Irónicamente.) Mujer, seguro que si lo hace pone en peligro la seguridad militar y tal vez esa información esté calificada como secreto de Estado.
Soldado. Se equivoca. No tengo por qué ocultar las hazañas de nuestra victoria. Aquí traigo la cabeza del General enemigo.
Trapecista: Ah, la cabeza del General enemigo...
Equilibrista: ¡Nunca he visto la cabeza de un General enemigo!...
Trapecista: Ni siquiera hemos visto un General enemigo todo entero.
Equilibrista: Muéstreme la cabeza. Quiero verla... Quiero saber cómo se ve un trofeo de guerra tan valioso.
Soldado: Señora, no estoy autorizado a hacerlo. Además la aterraría.
Equilibrista: Por favor, se lo pido. Supongo que la cabeza de un General se ve tan viril como un uniforme.
Soldado: Señora, no insista o me veré obligado a tomar otra actitud más severa.
Equilibrista: Es sólo mirarla... No creo que mis ojos la deterioren.
Soldado: ¡Basta! Mis órdenes son llevarla al Comandante.
Trapecista: ¡Ah, el Comandante! Supongo que entonces no hay ningún problema, ¿no es cierto?
Equilibrista: Claro que no. (Saca la peluca y el bigote y se los coloca rápidamente. Con voz gruesa, imitando graciosamente la voz varonil.) ¡Ordeno que le muestre la cabeza a la señora Equilibrista!
Soldado: (Toma su arma, apunta de forma amenazadora.) ¡¿Qué... qué es esto?!
Trapecista: ¿Es que no reconoce a su Comandante? Al menos espero que no haya olvidado también la sangrienta batalla. (Saca de su pantalón la cinta y la arroja al suelo, a los pies del Soldado.)
Soldado: ¡¿Qué es todo esto?! ¡¿Qué es lo que están tramando?!
Equilibrista: (Con voz gruesa, imitando graciosamente la voz varonil.) No estoy autorizado a comentar eso, Soldado.
Trapecista: (Avanza hacia el Soldado, que retrocede sin dejar de apuntar con el arma.) ¡Basta de patrañas, mequetrefe! ¡Esas explicaciones debería darlas usted!
Soldado: (Nervioso.) ¡Exijo más respeto!
Trapecista: (Avanza hacia el soldado, que retrocede.) Pues será cuando tú lo des, ¿o nos tomas por tontos? (El soldado retiene su retroceso al chocar la espalda contra una pared. El Trapecista le manotea el arma y se la saca.) ¡Dame esto para acá! (Hace el gesto de pegarle una cachetada de revés.)
Soldado: (Encogiéndose.) No, no, no... (Se esconde debajo de la mesa.)
Trapecista: (Intenta atraparlo, pero la mesa es lo suficientemente grande como para que cuando el Trapecista intenta agarrarlo de un lado el Soldado se escape yendo al otro lado.) Ven aquí, marrano.
Trapecista: Ven para aquí que te quiero demostrar lo que es que te den batalla.
Equilibrista: (Con voz gruesa, imitando graciosamente la voz varonil.) ¡Soldado! Si lo desea llamaremos refuerzos.
Trapecista: Ven para aquí, te digo, que tengo algo que quiero aclarar contigo.
Equilibrista: (Con voz gruesa, imitando graciosamente la voz varonil.) Soldado, esa no es la muestra del valor y el coraje que debe tener siempre nuestro ejército.
Trapecista: Sal de allí, maldito mentiroso.
Equilibrista: (Tirando la peluca y el bigote.) Me cansé de toda esta payasada. Venga, terminemos con esto. Déjalo en paz, ya no vale la pena.
Trapecista: ¿Qué lo deje en paz? ¡En la paz del cementerio lo voy a dejar! ¡Maldito idiota! (Lo logra atrapar y lo saca de debajo de la mesa Lo tiene agarrado de la ropa.. El Soldado llora.) ¡Y encima lloras! ¡¿Se puede saber que te pasa ahora?!
Soldado: (Lloriqueando.) Yo sólo quería tener compañía...
Trapecista: Pues no te entiendo, así que habla claro.
Equilibrista: (Se interpone entre el Trapecista y el Soldado, haciendo que el trapecista lo suelte.) Déjalo quieto, ya. Que hable de una vez. Ten un poco de calma, hombre.
Trapecista: ¡Calma! ¡¿me pides calma?!
Equilibrista: ¡Sí, hombre, sí, calma! (Empujando al Soldado que cae sentado en el sillón.) Siéntate ahí y explica esto, que ya empieza a ser aburrido.
Soldado: (Lloriqueando.) Me mandaron hace años aquí, a este puesto de vigilancia. Me dijeron que seríamos varios, que mandarían a otros y nunca mandaron a nadie. Me dejaron sólo. Sólo yo y la nieve. El equipo de comunicaciones funciona a veces... y una vez por mes hay un avión que me arroja una caja con comida.
Trapecista: ¿Y por qué has inventado todo este desvarío de la guerra y de que somos prisioneros?
Soldado: (Calmándose lentamente.) Ustedes querían irse. Yo no me quería quedar sólo de nuevo. Pensé: "ellos están perdidos, yo estoy olvidado, tal vez pueda hacer que se queden". No podía dejarlos ir, seguramente no tendría otra oportunidad de estar rodeado de gente. Yo tampoco tengo familia. Este lugar es todo lo que tengo.
Equilibrista: ¿Qué es entonces lo que hay en esa bolsa?
Soldado: Un conejo. Pensaba prepararles una comida algo mejor que eso que me manda el ejército.
Trapecista: (Gritando.) ¡Pues nada, ¿me entiendes?! ¡Nos iremos de aquí y juro que nos dejarás ir o te daré una golpiza!
Soldado: (Triste, resignado.) Está bien, no puedo detenerlos. Pueden irse cuando quieran.
Trapecista: (Gritando.) ¡Ya verás que lo haremos, sí señor! ¡A mí nadie me toma el pelo!
Equilibrista: ¡Basta, deja de gritar! ¡¿A dónde iremos?! ¿Te olvidas que del circo ya no queda nada, que no tenemos casa ni familia?
Trapecista: Pero...
Equilibrista: O es que vagaremos por la nieve hasta morirnos de frío o de hambre?
Trapecista: (Sentándose en el sillón, junto al Soldado.) Es que yo... Me dejé llevar por mi bronca.
Equilibrista: Nosotros tampoco tenemos nada. Ni familia ni amigos. Tal vez estamos más perdidos que él. Por el momento creo que lo mejor sería quedarnos por aquí.
Soldado: ¡Eso! ¡Quédense conmigo, si mi compañía no les gusta pueden irse! ¡Ahora les prepararé conejo. ¿Qué les parece? Para celebrar que se ha obtenido la paz.
Equilibrista: Muéstrame dónde está la cocina que te daré una mano. Sé una manera deliciosa de prepararlo.
Soldado: (Dirigiéndose junto a la Equilibrista hacia la puerta que aún no se había usado.) Después de todo la nieve es un muy buen lugar...
Equilibrista: (Sonriendo.) Sí, la nieve es un buen lugar. (El Soldado y la Equilibrista salen por la puerta que aún nos e había usado.)
Trapecista: (Suspirando.) Oh, sí, la nieve es un lugar. (Se levanta y va hacia la puerta por donde salieron la Equilibrista y el Soldado.)

TELÓN

GONZALO HERNÁNDEZ SANJORGE

Continuedad de los parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos pero él rechazaba las caricias, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta. protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado, coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora, cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez. parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces: el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar, Final de juego
Traducción en italiano: Fine del gioco, Continuitá dei parchi

Casa tomada


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar, Bestiario
Traducción en italiano: Bestiario, Casa presa (credo..)

Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa. En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa mas) como el de hígado de bacalao. No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (solo yo puedo saber cuan angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte mas sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, solo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino, apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades peleas fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz, seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo. Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido que no me apoyaba en analogías fáciles. Solo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales. Parecía fácil casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles, de pronto las ramillas rosadas de las branquias de enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora? Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados. Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi me cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. El estaba fuera del acuario su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mi que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.El volvió muchas veces pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo ví, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía mas que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre el y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, solo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es solo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo, en los primeros días cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Julio Cortázar, Final de juego
Traducción en italiano: Fine del gioco, Axolotl